Fotografía de Sergio Albert |
10 de julio de 2011
Suena Jawbreaker de la banda
inglesa Judast Priest, pero no son los ochenta, ni estamos en ese momento
álgido que vivió la música heavy. El año 2011 ha franqueado su
meridiano con esta tediosa crisis que parece que nunca va a acabar y con un
calor que comienza a remitir en una de la avenidas más transitadas de España,
si a la Gran Vía
se la puede denominar así.
José y Emilio son gemelos o quizá
mellizos. La verdad que ni lo saben ni les importa. José es el mayor. Le ganó a
Emilio por quince minutos en la carrera por salir del vientre de su madre.
Quizá por eso en su tono haya cierta severidad de hermano mayor, y en su mirada
se esconda la actitud de toda una época, la de los ochenta de Obús y Leño,
Barón Rojo y Banzai.
Se abrazaron a la fuerza y al misterio de
un momento mágico, pero traicionero, de la historia reciente de este país, que
se llevó a muchos por delante, bajo aquella premisa ya desfasada y algo
romántica de: vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver. Mi
hermano murió de sobredósis, dice Emilio, como sabiendo de qué habla y
cuestionando con su mirada toda la locura que los rodea en este Madrid de
atascos, fashionvictims y personajes de todo pelaje. La Gran Vía no sólo es una
arteria que vertebre el tráfico y los humos de esta ciudad.
"Hace diez años que dejamos de beber
y uno que no tomamos café", dice José, "lo dejamos todo, después de
estar veinte años liados con el alcohol", concluye mientras se fotografían
con gente que se acerca con curiosidad, que buscan un segundo de atención o un
simple saludo, como quien se acerca a un monumento o a una estrella de fútbol.
Pasan un par de chicas despampanantes, con un escote que deja ver sus siliconas
recientes, y les saludan con una malicia que me hace recordar a aquellos vídeos
de Cinderella y Mötley Crüe, aquel glam-rock de limusina, champán, melenas
cardadas y cocaine.
En los ocho años que llevan frente al
Hotel Tryp Gran Vía, junto a la desaparecida y emblemática tienda de discos,
Madrid Rock, han conocido a "miles de personas", incluso a familiares
que por razones ideológicas no habían conocido en el entorno familiar. Mi
familia es de derechas, cuenta Emilio, mi madre es del Opus Dei y ahora estamos
retomando las relaciones, concluye con naturalidad.
Desde hace quince años viven del
reciclaje y de una herencia familiar que mengua por momentos, ya que en sus
vidas no han contemplado la posibilidad de generar ingresos. "Tu no acción
es la acción total", dicen. Se definen anarquistas, aunque votan "por
el bien de todos". No tienen teléfono móvil, ni correo electrónico, ni
cuenta corriente, "no puedo servir a los banqueros", dice Emilio para
embarcarse en ese momento, con una soltura inesperada, en un discurso en el que
aboga por un cambio en el sistema capitalista actual. Al acabar la perorata,
sonríe como el niño que sabe que tiene razón, y deja escapar un brillo
diamantino de sus ojos, que aunque ajados por el tiempo, todavía conservan la
llama viva de la rebeldía.
No siguen los temas de actualidad, pero
les gusta leer historia, como al guitarrista de AC/DC, Angus Young. También les
encanta ver películas en su piso del Barrio de Tetuán donde se encuentran
"muy a gusto". Cuando les pregunto por el movimiento del 15-M, se
sienten simpatizantes, pero dicen que ellos llevan ochos años ahí, en su
oficina sin paredes de la
Gran Vía, reivindicando cosas parecidas.
Es difícil saber el número de tatuajes
que salpican sus cuerpos: dragones, paisajes con alusiones a mundos extraños,
corazones y todo tipo de símbolos que los cubren de la cabeza a los pies.
Pantalones pitillo con el correspondiente paquete engarzado a lo torero, botas
de cauboi, pañuelo en la frente y todo tipo de complementos en cuello,
dedos y orejas, hacen de estos hermanos una rara avis en el paisaje cosmpolita
de la Gran Vía.
Una muñequera republicana asoma entre las
decenas de abalorios que lleva José, "el Rey, era un lacayo de
Franco", dice mientras una moto de gran cilindrada se entromete en el
territorio que ocupan. José se vuelve. El motero no parece inmutarse. Surge la
tensión, José se acerca por detrás y le dice al motero, un hombre corpulento y
de mediana edad, que lo está molestando, que o quita la moto o cuando se vaya
la tira. Emilio intenta relajar el ambiente, pero no hay nada que hacer, la
calle es así, sino te impones te pisan. Es la archimanida ley de la selva. En
efecto, el motero entra en el Hotel Tryp Gran Vía, y José agarra el mastodonte
con ruedas y lo empuja hacia el otro lado. Cuando saca la moto de su espacio
vital, una vena, que casi enrrolla su cuello, se desinfla, como si fuera un
afluente que alimentase al verdoso tatuaje con forma de flor que lleva en su
cuello.
Aunque hoy la gente se les
acerca y la temperatura es amable, en invierno están menos acompañados y han
llegado a casa incluso con sabañones, “esta es una de las zonas más frías de
Madrid”, dice Emilio, “el viento sube de Plaza de España y también por el otro
lado”, argumenta señalando hacia Cibeles con el brazo repleto de pulseras
metálicas.
El reloj del edificio de Telefónica roza
las nueve y media. La noche comienza a lamer las esquinas. Más abajo, el
luminoso de Schweeps, faro incansable que ilumina la Gran Vía, adereza el
paisaje y alienta a esta ciudad inmortal que no descansa ni de noche ni de día.
A José y a Emilio les queda poco más de media hora para acabar su jornada. Se
apoyan sobre la baranda que los separa del tráfico y posan para un par de
turistas, una vez más.
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